La Pelusa de mi Ombligo - Viviana Santillán



Entre las muchas cosas que mi mamá guardó de cuando yo
era bebé, está Serafina, la primera pelusa que habitó mi
ombligo. Mamá la puso en una cajita de acrílico que a la vez
está dentro de otra caja muy grande con la manta, el primer
chupete y el primer babero.

—¿Por qué habrá guardado esta pelusa? —le pregunté a la abuela

Clelia una tarde de lluvia mientras revisábamos la caja.
Y me contó esta historia.
La vida de Serafina empieza con un suéter de lana merino color

celeste que Marianela, una muchacha de Villa Ortuzar, habia comprado
durante unas vacaciones en Mar del Plata. Alguna vez el suéter había
sido una prenda nueva y elegante que Marianela usaba sólo “para salir”.
Hasta que después de varios años, una multitud de hebras empezaron
a erizarse y a formar minúsculas bolitas de lana. De una de esas hebras
nació Serafina; y entonces Marianela decidió que el suéter pasaba a ser
“ropa de entrecasa”, la que usaba mientras tocaba la guitarra y cantaba
blues en pantuflas.

Así que los primeros tiempos de Serafina transcurrieron puertas
adentro de una casa pequeña donde la pelusa se mantuvo soñolienta y
abrigada sobre el suéter.


Una mañana muy ventosa, mientras Marianela barría la vereda,
Serafina sintió un tirón, se desprendió del suéter y empezó a volar.

Lo tomó como una aventura y se dejó llevar por las callecitas de Villa
Ortúzar.

Todo ese invierno fue un remolino de cosas nuevas para Serafina:
conoció a las babas del diablo y a los panaderos; se asustó con las
palomas y se paseó sobre la hoja de un plátano como si fuese una
alfombra voladora. Viajó en tapados de terciopelo y en sombreros de
gamuza. Cuando deambulaba por la avenida Triunvirato, la corriente
la arrastró hacia adentro de un bar, donde descansó envuelta en el
olor a café. Durante ese reposo engordó con miguitas, bigote de gato
y telarañas que se le adhirieron y la convirtieron en una fea guirnalda



grisácea. Cuando volvió a salir a la calle, el viento le quitó todos esos
gramos de más y volvió a ser una delicada y mínima bolita celeste.
Cuando empezaba a cansarse de la vida itinerante, hizo amistad
con un perro lanudo que la cobijó por un tiempo hasta que llegó la |
primavera y al lanudo le cortaron el pelo. Pobre Serafina: otra vez el
vértigo, la calle, los ruidos...

Se sentía triste. Las pelusas son remolonas por naturaleza y les
gusta dejarse estar en los rincones y debajo de las camas. Añoraba el
tiempo en que vivía aletargada en el suéter celeste de Marianela.

Una brisa de octubre la hizo entrar por la ventana de un
departamento de la calle Donado. Ahí vivía Clelia, una señora mayor que
pasaba sus tardes tejiendo al croché un ajuar de bebé porque pronto

iba a ser abuela. Cuando Serafina llegó a la casa, Clelia estaba haciendo
una manta de hilo de seda. Así que Serafina se acomodó en el canasto
a tomar una larga siesta entre los ovillos. Soñó que volvía a su primer
hogar, del que tenía unos recuerdos sonoros y dulces.

Pasaron varios días, un par de meses tal vez. Cuando Serafina
despertó, ya no estaba en el canasto. Tampoco en la casa de Clelia,
aunque la reconoció en su voz cascada. También reconoció otra voz
joven y familiar que antes cantaba blues, y ahora, en cambio, cantaba
un arrorró para calmar un llanto. Se despabiló un poco más y descubrió


que estaba en una habitación conocida donde en una esquina había una
gultarra. Se vio a sí misma y notó que ella, Serafina, era ahora una leve
pelusa entreverada con los hilos de seda de la manta que Clelia había
tejido. Entonces entendió: ¡Por fin volví a casa!, pensó Serafina tranquila
y feliz, sabiendo que ya no volvería a escaparse y que su próxima siesta
sería en el ombligo del hermoso bebé que Marianela acababa de tener.
—¿Y, qué te parece?, me preguntó la abuela Clelia, ¿hizo bien tu
mamá en guardar la pelusita?






 

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