Luli, Comé


Lucila estaba sentada frente a un plato de milanesas con
arroz. Casi lleno el plato. Desde la sillita alta, el bebé
desparramaba puré a sus anchas. Alrededor de ellos, la
mamá parecía una gimnasta: iba y venía sacando cosas
de la heladera, levantaba los cubiertos que el bebé tiraba
al suelo y recalentaba el puré mil veces. Además, cada tanto miraba el
plato de Lucila y decía: "¡Luli, comé!" Todo muy de todos los días.

Justo cuando Lucila pensaba eso, alguien más llegó a la mesa.
Una visita nueva. En realidad era alguien que siempre había estado en
miniatura pegado a la puerta de la heladera, en un imán de la pizzería
“La gata Cata”. Pero hoy, quién sabe por qué, se había sentado
frente a Lucila y no era el dibujito descolorido de siempre sino una
gata tamaño natural, de ojos verdes, que había apoyado sus patitas
delanteras sobre la mesa y esperaba educadamente que Lucila le
acercara un bocado.

A Lucila le encantó que la gata hubiera venido a compartir el
almuerzo con ella, tan aburrida que estaba, y enseguida estiró hacia
adelante el tenedor con un cuadradito de milanesa dorada y tres
granos de arroz. La gata abrió grande la boca y en el instante en que
¡ba a devorarse el manjar, a Lucila le tembló el pulso y el tenedor con
todo su cargamento cayó sobre el mantel de flores violetas,

No era para menos, con semejante alarido, hasta el equilibrista
más concentrado se pegaba un susto y caía. ¡LULI, COMÉ!

La gata, ofendida, se esfumó. A Lucila le dio bronca que su
mamá le hubiera espantado la visita; eso no estaba bien. Ella misma le
había enseñado a convidar, a ser amable y generosa con los invitados.



gata tamaño natural, de ojos verdes, que había apoyado sus patitas

delanteras sobre la mesa y esperaba educadamente que Lucila le
acercara un bocado.

A Lucila le encantó que la gata hubiera venido a compartir el
almuerzo con ella, tan aburrida que estaba, y enseguida estiró hacia
adelante el tenedor con un cuadradito de milanesa dorada y tres
granos de arroz. La gata abrió grande la boca y en el instante en que
¡ba a devorarse el manjar, a Lucila le tembló el pulso y el tenedor con
todo su cargamento cayó sobre el mantel de flores violetas,

No era para menos, con semejante alarido, hasta el equilibrista
más concentrado se pegaba un susto y caía. ¡LULI, COMÉ!




La gata, ofendida, se esfumó. A Lucila le dio bronca que su
mamá le hubiera espantado la visita; eso no estaba bien. Ella misma le
había enseñado a convidar, a ser amable y generosa con los invitados.
Ser hospitalaria... Esa palabra le gustaba porque la había
aprendido hacía poco, cuando en el colegio leyeron la fábula de la
cigarra y la hormiga. La hormiga era hospitalaria con la cigarra porque
le ofrecía alimentos y la invitaba a refugiarse en su casa. Además, la
palabra hospitalaria le hacía acordar a la palabra hospital, y la palabra
hospital le hacía pensar en su papá, que era médico. Cada vez que iba
a visitarlo al trabajo, lo buscaba entre los señores de pantalón y casaca
blanca que andaban por los pasillos hacia los consultorios. Como ese
señor que se veía ahora desde la ventana, arreglando una antena en
el techo de una casa vecina. Todo vestido de blanco, el señor. Como los
doctores...¡como los heladeros!... ¿Qué habría hoy de postre?

Le iba a preguntar a su mamá. Pero no alcanzó a decirle nada
porque ella estaba mirándola con los brazos en la cintura y una
expresión confusa: la frente arrugada, pero los hombros caídos como
si tuviese una montaña en sus espaldas. Lucila no sabía si se parecía a
un ogro o a una hormiga a punto de ser aplastada; a mitad de camino

entre el enojo y el por favor. Pero cuando la vio con puré en el pelo y
la ropa manchada se decidió: su mamá era un ogro aplastado. Sintió
pena por ella, pobrecita... Mejor sería comer un poco de arroz. La
mamá se tranquilizaba si la veía comer. Y a Lucila el arroz le gustaba
bastante. No tanto por el sabor, sino porque cuando había arroz se
imaginaba que era japonesa y tenía los ojos así. Así como se los veía
añora a esa nena que se reflejaba en la puerta del horno, que de tan
reluciente parecía un espejo... 
La nena le contó que se llamaba Wang
y que sabía hacer animalitos de papel plegado. Y ya estaba doblando
la servilleta para hacerle un pájaro cuando alguien se la arrancó de a
las manos. "¡Luli, comé!", dijo la mamá mientras con la servilleta
limpiaba la boca del bebé, desbordante de manzana rallada. ¿Se
había vuelto loca? ¿Cómo su mamá se atrevía a quitarle a Wang el
pájaro de papel a medio hacer? Lucila quiso disculparse con la nena
japonesa, pero cuando miró hacia el horno sólo vio su propia cara, con
flequillo y ojos redondos como dos botones... Claro, con el grito, la
otra se habría ido volando a Japón... Evidentemente su madre estaba
empeñada en dejarla sin amigas...

El plato de Lucila seguía lleno. Entre salto y salto la mamá
había terminado de almorzar. El bebé también, y ya se había puesto
fastidioso porque estaba cansado, así que la mamá le sacó el babero 
para llevarlo a la cuna y hacerlo dormir... Antes de salir de la cocina, por costumbre, dijo, "¡Luli, comé!”.

Pero si algo no le gustaba a Lucila era comer sola.

Menos mal que desde la etiqueta del cartón de jugo, alguien
le sonreía.


El chico rubio de siempre, que en una mano tenía una
patineta, y en la otra, un vaso de naranjada. Le dio un traguito a
Lucila. Y antes de que se volviera a oír la voz de la mamá, desde lejos,
diciendo otra vez "¡Luli comé!", ya los dos estaban de picnic, con
la boca llena de milanesas y arroz, en un campo de flores violetas
Igualitas a las del mantel.


 

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