Amigos de un Verano

 



El verano anterior había sido perfecto para Sonia.
Aunque al principio lamentó que sus papás hubieran
elegido la sierra y no la playa, muy pronto descubrió
que ese lugar estaba lleno de oportunidades para
la aventura. Claro que ni los chapuzones en el
río ni las caminatas en busca de lombrices habrían sido tan
maravillosas si él no hubiera estado ahí para compartirlas.
Tampoco los picnics a la orilla del arroyo, ni la recolección
de piedras raras ni la construcción de nidos de barro para los
pichones perdidos. Nada, nada de eso hubiera tenido sentido sin él.
El día que Sonia llegó a la casa, miró por la ventana y vio a
un chico flaco y dientudo dibujando con una ramita en el piso de


tierra. Era Martín; su familia había alquilado la casita de enfrente
en esa parte alejada del pueblo, en Nono. Era una suerte que cerca
hubiera alguien de su edad, porque Sonia era hija única y a veces las
vacaciones se le hacían muy aburridas. Martín levantó la vista de su
dibujo y descubrió la cara morena de la chica, que se avergonzó hasta
enrojecer. Sonia dudó, se sacudió la vergúenza, salió de su casa y cruzó
a la del dientudo. De ahí en más fueron inseparables durante los
catorce días que duraron las vacaciones.
A Sonia la felicidad de esos días le quedó grabada. Y soñaba
con encontrar a Martín el siguiente verano e ir juntos a desenterrar
el tesoro que habían escondido en un bosquecito cerca del río, el
último día, antes de despedirse. El tesoro era una selección de piedras,
semillas, plumas y hojas secas que ocultaron en el hueco de un tronco.
Prometieron volver el año siguiente y recuperar esos objetos
como si fueran arqueólogos.


En octubre Sonia empezó una campaña para convencer a
sus papás de volver a pasar las vacaciones en Nono, en esa casa
rodeada de sauces, cerca del arroyo, alejada del pueblo. Los padres,
sorprendidos: "¿No preferís ir a la playa este año? El año pasado
protestaste un montón cuando decidimos ir a las sierras...”

A veces los adultos no entienden nada.

A fines de noviembre los padres de Sonia le dieron la noticia:
alquilamos la misma casa que el año pasado. Sonia no paró de
imaginar otro enero mágico junto a Martín. Sólo la afligía no saber si
él estaría. En sus mejores días, confiaba en que él recordaría todo lo
que se habían divertido y en que querría revivirlo; en los días oscuros,
imaginaba que Martín se había olvidado de ella.

El viaje hasta Córdoba fueron diez horas de comerse las uñas,
cantar, escuchar música, cerrar los ojos y ver la cara de él con su sonrisa
de mil dientes.



Por fin llegaron. Todo, bastante parecido al año anterior. No
bien su familia se acomodó, Sonia abrió la ventana y miró hacia la casa
de enfrente. No pudo evitar el nudo en la garganta. Estaba cerrada,
sin nadie.

" A la mañana siguiente, muy triste, empezó a caminar hacia el
lugar donde habían dejado el tesoro. Caminó hasta encontrar el árbol
de tronco hueco. Con un palito removió muy despacio el montículo de
tierra que cubría el tesoro. Y de pronto, una voz la sobresaltó:

-Íbamos a hacer eso juntos, ¿te acordás?

Martín parado frente a ella, le sonrió. La había esperado para
jugar al arqueólogo, cazar mojarras y andar en bici hasta el fin de las
vacaciones.



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