¡Fuera, Ovejas!








Dicen que el último capricho del rey de Vallemanso fue sacar
a las ovejas de su reino: ni una sola podía quedar en toda la
extensión de sus tierras. Aunque todos sabían con cuánta
dureza castigaba el rey a los desobedientes, los pastores
trataron de esconder sus ovejas en los lugares más insólitos
para que los emisarios de Su Majestad no las reconocieran
Cuando fueran a revisar las cabañas.
En la granja de don Cecilio, toda la familia hizo un gran trabajo.
Las ovejas estaban encerradas en el galpón haciendo ayuno desde
el día anterior. Un rato antes de la hora de la inspección, las soltaron
y colocaron un balde con pan duro y avena en el fondo de la casa.
Enseguida, los animales se agruparon para comer. Entonces, mientras

los inspectores revisaban el galpón y los corrales vacíos, todos los chicos
de la familia, que eran unos cuantos, camuflaron a las ovejas con hojas y
ramas y las hicieron parecer arbustos. Los inspectores ni sospecharon que
debajo de esos montículos estaban las ovejas dándose una panzada.
Cornelia, una aldeana del norte de Vallemanso, aprovechó la
oportunidad para hacer más cómoda su vivienda: hizo pasar a sus cuatro
ovejas adentro de la cabaña, las acostó junto al hogar y las disimuló
con cueros y pieles, de manera que las ovejitas parecían unos asientos
mullidos ideales para echarse a mirar crepitar el fuego. Eso fue lo que
hicieron los inspectores, mientras Cornelia los distraía contándoles una
leyenda hasta que se aburrieron y decidieron seguir el recorrido.
Un pastor llamado Bernardo, dueño de un rebaño bastante
poblado, había hecho correr la voz de que iba a dedicarse a la plantación
de algodón. Entrenó a sus ovejas para que se juntaran muy apretaditas



cada vez que él hiciera sonar un cuerno. Y cuando los guardias llegaron,
los hizo subir al altillo para que apreciaran una vista panorámica de

su campo florecido: “Vean qué preciosas florcitas de algodón —dijo el
pastor-; parecen corderitos al viento, ¿verdad?”. Después, les habló a
los inspectores con tanto detalle del cultivo algodonero que se fueron
convencidos de que el pastor era un experto agricultor.

Los emisarios fueron a ver a Su Majestad y le comunicaron la
buena noticia: no quedaban ovejas en Vallemanso. Ni en los galpones,
ni detrás de las colinas, ni en los corrales, ni en las humeantes cocinas.
El rey escuchaba y sonreía porque una vez más habían complacido sus
caprichos, porque nadie se había atrevido a contradecirlo, porque seguía
siendo el indiscutible rey de Vallemanso. Caminó hacia la ventanita de
la torre acariciándose la barba y sin dejar de sonreír. Los inspectores
 

miraban la escena atentamente. De pronto, la cara redonda del rey se
transformó. Acodado en la ventanita de la torre, iracundo, señalaba

el cielo y gritaba: “¡Las descubrí, las descubrí!”. Los inspectores vieron

un cielo azul impecable, apenas interrumpido por una perfecta nube
cumulus nimbus. Trataron de explicarle a Su Majestad que estaba
confundido, que las cumulus nimbus y los corderitos... pero el rey no
escuchaba: “¡Traidores! ¡Quisieron ocultarlas en el cielo, pero no pueden
engañarme!”. Desenvainó su espada, se subió a la ventanita de la torre y
se lanzó tras la nube oveja.

Dicen que cayó sobre un fardo de heno y que sigue ahí, mirando
al cielo y balbuceando amenazas a las nubes: “¡Ya las voy a agarrar!”
Mientras, a su alrededor, las ovejas pastorean de lo más contentas.




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